“Un día alguien te va a abrazar tan fuerte, que todas tus partes rotas se juntarán de nuevo”
Alejandro Jodorowsky
Nos conocimos hace muchos años, quizá unos 12. Al principio congeniamos poco, pero en seguida me cautivó. Nos hicimos inseparables. Hablábamos de todo, era mi confidente y mi paño de lágrimas, la persona que mejor me conocía, quien sabía absolutamente todos mis secretos. Recuerdo que buscábamos cualquier momento para poder estar juntos, aunque solo fuesen unos minutos. Como estaba mucho más ocupado que yo, siempre era él quien proponía hora y día. Me di cuenta de que solía ser siempre algún momento en que ya no tuviese más obligaciones, o que las que tuviese, fuesen a ser después de pasadas muchas horas. Así terminábamos estando juntos dos, tres o cuatro horas. Solo charlando. Solo desnudando mi alma ante él.
Cuando tenía cualquier problema, acudía a él. Me acogía, me escuchaba y después siempre me abrazaba. Aquellos abrazos conseguían recomponer todas las piezas de mi corazón roto. Él me reconstruía poco a poco.
Hubo un momento en que las cosas empezaron a descontrolarse. Resulta que yo me había enamorado de él. Hasta lo más profundo de mi ser. Soñaba con verle y con que me abrazase. Y no hablo de abrazos fugaces, no, hablo de abrazos de más de un minuto, de apretar tan fuerte que hace daño, de suspirar uno en brazos del otro. Llegó un momento en que no solo me abrazaba. Buscaba mi cara para besarme entre el cabello que siempre cubría mis mejillas cuando estaba abrazada a él. Al poco empezó a entretenerse en apartar el cabello para poder besar mi piel directamente. Había abrazos y besos y después, más abrazos. Los besos siempre fueron castos, besos en la mejilla y, una vez, en la frente. Recuerdo que su olor se quedaba en mi ropa y en mi cuello durante horas y, de vez en cuando, volvía a sentirlo, y mi corazón se retorcía.
Nunca pensé que pudiese enamorarse de mí, pero hablando con amigas, me dijeron que lo estaba, que se notaba a la legua. Me quedé perpleja y, de pronto, empecé a ver señales por todas partes de que él también me quería. Me colocaba el pelo tras la oreja mientras sonreía, me abrazaba nada más verme, en cualquier lugar, me decía que me echaba de menos… Una vez hablamos durante más de una hora tomados de las manos por encima de una mesa. Una hora en la que me miró a los ojos, acarició constantemente con los pulgares mis manos apretadas en las suyas y me llenó de cariño y comprensión.
Pasó el tiempo, pasaron los años. Yo seguía enamorada y él, a juicio de todas mis amigas, también de mí.
Pero yo estoy casada y él, a su manera, también. Nuestro enamoramiento era imposible.
Yo trabajé todo ese amor hacia uno mucho más puro, un amor sin deseos carnales, sin nada más que el hecho de estar juntos, acompañarnos y reconfortarnos.
Pensaba que él también.
Pero me equivocaba.
Las cosas en mi vida no eran fáciles. Nunca lo han sido. Había muchos problemas, de todo tipo, y yo acudía a él. Me escuchaba y consolaba, me daba siempre los mejores consejos. Hasta que mi último problema le sobrepasó y yo tuve que sobreponerme sola. Sin él. Sin nadie.
Sucedió en tiempos de pandemia. Por la cuarentena obligatoria no nos vimos en mucho tiempo, aunque hablábamos alguna vez por whatsaap o por teléfono. Él odia wathsapp y yo hablar por teléfono, así que fueron pocas, verdaderamente. Cuando las cosas empezaron a parecerse a la normalidad anterior, retomamos nuestras reuniones, pero eran escasas, demasiado escasas. Pasábamos meses sin vernos, y yo le echaba tanto de menos que me dolía. Para él fue un tiempo muy difícil, perdió amigos, cambió de destino en el trabajo, perdió salud. Pero no contó conmigo para nada. Nunca pidió ayuda y, cuando se la ofrecí, la despreció. Dijo que había cosas que debían superarse en soledad. Así que, cuando acudí a él con mi problema más grande hasta hoy, la situación que me dejó el corazón pulverizado y que cambió mi forma de ser y ver la vida de la manera más drástica, él se rindió.
Me escuchó por última vez el día de mi cumpleaños (que siempre olvidaba, por cierto). Quedamos y lloré como nunca junto a él. Aquella vez no me abrazó, no me besó. Solo escuchó, y yo pude ver perfectamente el dolor en su mirada, la impotencia de saber que, en realidad, él no podía hacer nada. Supe entonces que seguía enamorado de mí, después de tantos años.
Intenté volver a verle varias veces, pero nunca podía quedar conmigo. Me enfadaba y después le echaba tanto de menos, que volvía a escribirle. Un día, harta ya de todo, le escribí un mensaje eterno pidiendo explicaciones. No me las dio. Dijo cosas sin sentido y puso excusas estúpidas. Al final, después de que yo escribiese un par de mensajes más, me dijo que no podía ayudarme, que debía buscar alguien con una opinión más objetiva que la suya. Y yo me despedí de él para siempre. Había aprendido que, mucho de lo que me pasaba y de lo que me atormentaba, se debía a que andaba siempre perdiendo dignidad ante los demás. Perdonando demasiado, prometiéndome cosas que después no cumplía, suplicando verle a él, entre otras cosas.
Así que me despedí, enfadada y con el corazón tan roto, que creo que jamás podré juntar de nuevo los pedazos.
A veces, me encuentro, como hoy, echándole de menos, deseando que todo fuese como antes, añorando cada sonrisa, cada abrazo, cada beso, cada caricia… A veces, pienso que le herí, que abusé de él con todos mis problemas. A veces, creo que nunca me amó de verdad, porque si no, no me hubiese abandonado. A veces, creo que me amaba tanto que se cansó de verme infeliz y no poder hacer nada, y decidió dejar de sufrir por algo imposible. A veces, me encuentro deseando que él aún me extrañe, aun me quiera, aun piense en mí, al menos, la mitad de lo que yo lo hago.
Pero siempre, siempre, pienso en que aún le quiero. En que si él llamase, yo volvería sin dudarlo. En que sigue siendo el único que es capaz de recomponer mi corazón hecho pedazos con un solo abrazo.
Marta P. Mahaux
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