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Que la crítica fusilara el reciente biopic de Marilyn Monroe no hizo más que suponer un acicate para que me animara a verlo. Y que dure dos horas y cuarto tampoco me desanimó lo más mínimo. La película es una biografía de interpretación libre, ya avisan. La revista online Pikara, de contenido feminista, la desmenuzó, la mayor parte para bien, pero criticó algún pasaje, como que, durante los tres embarazos malogrados de la actriz, el embrión tuviera voz propia.
A mi me fascinó, el largometraje se me pasó en un plis-plas. Ana de Armas, en la piel de la actriz se come la pantalla, literalmente se sale. Dicen las críticas deconstructivas que se ha cargado su carrera. Yo creo que, al contrario, la ha subido a los altares de la interpretación. Quiero comentar alguna escena sublime, pero no puedo; todas son sublimes. Y creo que le corresponde estar en el catálogo de películas de culto de Filmin, más que en el hollywoodiense de Netflix.
Ciertamente es una interpretación libre de su vida y en el segundo cuarto de película, que aparece llevando una relación poliamorosa con dos chicos, no sé, nunca lo había leído por ahí que ocurriera, pero no me desentona. Quizá en aquella época no se llamaría relación poliamorosa, que es un término de moda en nuestro tiempo, pero seguro que haberlas, las había.
Se ha criticado el exceso de desnudos de Ana de Armas, de lágrimas y la escena, según algunos críticos pornográfica del acto sexual con Kennedy, pero para mí, la escena más fuerte sin duda alguna es la del intento de infanticidio por parte de su madre, en la bañera. Se me pusieron los pelos como escarpias.
De las conclusiones que se pueden sacar de este biopic, la mayoría de ellas son técnicas. Una maravillosa puesta en escena, con sus saltos en blanco y negro al color, una fotografía preciosa. Un hilo argumental sólido. Unos secundarios a la altura de Ana de Armas. No sabría elegir uno que sobresaliera sobre los demás.
Pero a mí me quedó muy claro el maremágnum mental de Marilyn que la llevó a suicidarse con ansiolíticos o lo que fuera. Una niñez marcada por una madre ausente, imbuida en su alcoholismo, machacando a Norma Jean con la idea de que el padre de su hija la había abandonado por no haberla abortado en su momento. Un padre inexistente, al que añoró siempre. El sentirse abandonada en un orfanato, sabiéndose no huérfana. Y luego esos tres abortos, involuntarios o no. Sentirse culpable, una y otra vez, de esos nonatos, de no poder cumplir con su sueño de maternidad. El truco cinematográfico de que los embriones hablaran con ella...quizá sólo decir que las imágenes de dichos embriones no eran las correctas, que los abortos se produjeron antes de que adquirieran esos tamaños, que aún no eran fetos. Pero dejando aparte la licencia cinematográfica del tamaño y de las conversaciones que mantenía con ellos. Conversaciones, que, por otra parte, todas las futuras madres tienen con su vientre, desde el momento en que el predictor detecta que hay un embarazo. Para mí, lo más claro, decía, es que la supuesta locura de Norma Jean está claramente relacionada con ese mix de infancia culpable juntamente con tres psicosis puerperales no diagnosticadas, ni tratadas y jamás superadas. Para mí no hay más. Lo vi clarísimo en la película. Ya se que no es más que una lectura y sin duda puede haber más, nunca lo sabremos. No estuvimos nunca dentro de su mente. Pero sin duda alguna, para mí, es una hipótesis irrefutable.
Visionad la película y me lo contáis.
Autora de la reseña: C.B. Altable, matrona y escritora
Película: Blonde, Andrew Dominik 2022
Inspirada libremente en el libro de Joyce Carol Oates, Blonde, 2020
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