Romper una relación, de pareja o un matrimonio, no tiene que ser obligatoriamente traumático para los hijos, si los hubiere. Si la ruptura es entre dos seres adultos emocionalmente estables, los progenitores van a actuar siempre en beneficio de los menores. El menor puede entender perfectamente la situación si se le explica que sus padres ya no se aman o no se entienden, que evolucionaron en sentidos divergentes y ya no hay puntos de encuentro. Verá que tiene dos viviendas y más juguetes para repartirlos y lo mejor de todo tiempo de calidad con cada uno de sus progenitores, pues lo ideal es la custodia compartida. Este es el escenario ideal y los chavales hasta pueden salir airosos de la situación, enriquecidos incluso.
Lo malo es cuando los adultos no lo son en realidad, o sea, no tienen trabajada su inteligencia emocional. Es cuando utilizan al menor para atacar al progenitor contrario intentando ponerle en contra suya, criticando, menoscabando, con la intención de atraer el cariño del menor hacía sí. Si se han hecho bien los deberes mientras la unión funcionaba, si se ha hecho de padre/madre con cariño y amor, en el menor no hará mella la reacción destructiva del progenitor tóxico, pero sin duda tampoco lo va a querer más porque el amor que ha recibido, limpio y generoso de la otra parte no se va a desteñir. El problema es que vivir día sí y día también con esta presión es agotador y puede socavar la autoestima del menor, con lo que sus cimientos durante la infancia pueden hacer tambalear su futuro como adulto y luego proyectar esa actitud en sus futuras relaciones de pareja.
C.B.Altable
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